La forma en la que mueren las plataformas web tiene implicaciones de mayor alcance que casi cualquier otro asunto tecnológico actual. Con solo pensar en nuestro teléfono móvil, sacamos la conclusión de que todos esos pequeños iconos en la pantalla son aplicaciones y no sitios web.
Muchos estudios nos dicen que ahora pasamos mayor tiempo en aplicaciones. En los teléfonos, el 86% de nuestro tiempo es dedicado a aplicaciones, y sólo un 14% a la web, según la empresa Flurry. Y es que todo lo referente a “apps”, es una ventaja para los usuarios, por su rapidez y facilidad de uso. Pero si nos remontamos a los inicios de las plataformas web, estas permitieron que las empresas de Internet crecieran para convertirse en unas de las firmas más poderosas o importantes del siglo XXI.
Sin embargo ahora las tiendas de aplicaciones, ligadas a sistemas operativos y dispositivos, son jardines enrejados, donde Apple, Google, Microsoft y Amazon fijan las reglas. Por ejemplo, Apple prohíbe aplicaciones que ofenden sus políticas o su gusto, o que compiten con su propio software y servicios.
Pero el problema es mucho más profundo. La web fue inventada por académicos cuya meta era compartir información. Ninguno de los implicados sabía que estaba creando el mayor creador y destructor de riqueza que se haya conocido. El resultado: cualquiera podía crear una web o lanzar un servicio y cualquiera podía acceder a él. Un ejemplo de esto es que Google nació en un garaje. Facebook, en la residencia estudiantil de Mark Zuckerberg.
La web está hecha de enlaces, pero las aplicaciones no tienen un equivalente funcional. La web buscaba exponer información y obligaba a las empresas a desarrollar tecnología compatible con la de la competencia. En un escenario como el de hoy, cuando las aplicaciones se imponen, los arquitectos de la web la abandonan.